lunes, 13 de agosto de 2012

Homofobia. ¿Homofobia?

Seguimos con "el mes de la cochinada" después de unos días de cochinadas menos blogueras.

John Cleland escribe entre 1748 y 1749 "Fanny Hill: Memorias de una mujer de placer" sobre un tema que ha sido repetido hasta el hartazgo en subsecuentes novelas eróticas.

 A Cleland nunca se le conocieron  parejas, ni hombres ni mujeres. No por ello pienso en una posible homosexualidad, sino por un fragmento de su libro en donde critica ese delito, pero que lo describe en gran detalle, lo cual me indica que no parecía desagradarle tanto como decía:



Yo observé que no podía concebir cómo era posible que los hombres tuvieran un gusto universalmente considerado odioso y que además era absurdo e imposible de gratificar ya que, según mis ideas y la experiencia que tenía de las cosas, la naturaleza no podía forzar una desproporción tan grande. La señora Cole se limitó a sonreír ante mi ignorancia y no dijo nada para desengañarme, cosa que sucedió ante una demostración ocular que me proporcionó un singular accidente pocos meses después, y que os relataré aquí para no tener que volver sobre un asunto tan desagradable.
Con el plan de visitar a Harriet, que había alquilado una casa en Hampton-court, había contratado una carroza para ir hasta allí. La señora Cole había prometido acompañarme, pero algún negocio impostergable intervino para retenerla y tuve que partir sola; apenas había recorrido un tercio del camino cuando el eje de las ruedas se rompió y yo me consideré afortunada cuando entré, sana y salva, en una posada de bastante buena apariencia que había allí. Allí me dijeron que la silla de postas llegaría dentro de dos horas, como máximo y yo decidí que era mejor aguardarla que desistir de mi excursión, de modo que fui conducida por dos tramos de escaleras hasta una habitación muy limpia y decente de la que tomé posesión por el tiempo que debía esperar, con derecho a pedir todo lo necesario para hacer justicia a la posada.
Allí, mientras me entretenía mirando por la ventana, llegó una silla de posta tirada por un solo caballo, de la que saltaron ágilmente dos jóvenes caballeros, porque eso parecían, que entraron como si sólo desearan comer algo y refrescarse un poco, ya que dieron orden de que su caballo se mantuviera listo para proseguir viaje. Después escuché el ruido de la puerta de la habitación vecina, donde los hicieron entrar y dieron unas apresuradas órdenes; en cuanto fueron servidos oí que cerraban la puerta y echaban el cerrojo por dentro.
Un espíritu de curiosidad, nada súbito por demasiado frecuente, me impulsó, sin sentir ninguna sospecha especial, a observar cómo eran sus personas y conducta. La separación de nuestras habitaciones era un tabique de esos que se retiran ocasionalmente para hacer de las dos habitaciones una, cuando lo requieren los huéspedes; ahora mi cuidadosa búsqueda no me proporcionó ni la sombra de una mirilla, circunstancia que probablemente no había escapado al examen de los sujetos del otro lado, a quienes mucho les interesaba no errar en ello. Finalmente observé un parche de papel, del mismo color del friso que, según supuse, escondía alguna falla; estaba tan alto que me vi obligada a subirme en una silla para alcanzarlo, cosa que hice en el mayor silencio posible; con la punta de un alfiler lo atravesé, obteniendo suficiente espacio para espiar. Y ahora, acercando el ojo, dominé perfectamente la habitación y pude ver a mis dos jóvenes galanes retozando y empujándose en lo que consideré travesuras y juegos inocentes.
El mayor podía tener, según supongo, unos diecinueve años; era un muchacho alto y agraciado que llevaba una levita de fustán, una capa verde de terciopelo y una peluca rizada.
El más joven no podía tener más de diecisiete, era rubio, saludable, bien formado y, para decir la verdad, un mozuelo guapo y dulce. Era —supongo— un campesino, a juzgar por sus ropas que consistían en una chaqueta de felpa verde y calzones iguales, chaleco y medias blancas; una gorra de chalán cubría sus cabellos rubios, largos, rizados y sueltos.
Después vi que el mayor echaba una mirada de inspección a todo el rededor de la habitación, aunque probablemente estaba demasiado apurado e inflamado para no haber pasado por alto el pequeño agujero en que yo estaba apostada, especialmente porque era muy alto y mi ojo, muy próximo a él impedía que pasara la luz, traicionando mi presencia; entonces dijo algo a su compañero que modificó rápidamente el aspecto de las cosas.
Porque ahora el mayor comenzó a abrazar y besar al más joven, a poner sus manos en su pecho y a dar señales tan evidentes de sus intenciones amorosas que me hicieron concluir que el otro era una mujer disfrazada; un error en el que coincidí con la naturaleza que, ciertamente, había errado otorgándole el sexo masculino.
Entonces, con la impulsividad de sus años y decididos como estaban a cumplir sus proyectos de descabellado placer, arriesgándose a las peores consecuencias, ya que no era nada improbable que fueran descubiertos, llegaron a extremos tales que pronto supe quiénes eran.
Finalmente, el mayor desabotonó los calzones del otro y retirando la barrera de lino puso a la vista una vara blanca, de tamaño medio y apenas madura; después de palparla y jugar un poco con ella y otros coqueteos —todo lo cual era recibido por el chico sin más oposición que una cierta timidez vacilante, diez veces más agradable que repulsiva— hizo que se volviera, dando la cara a una silla que estaba allí; este Ganímedes que, supongo, conocía su oficio, inclinó obsequiosamente su cabeza contra el respaldo y proyectando su cuerpo hacia atrás ofreció un buen blanco, aún cubierto por la camisa; yo lo veía de lado pero su compañero de frente. Este desenmascaró su artillería y exhibió una macana muy adecuada para convencerme de que era imposible que las cosas se llevaran a extremos tan odiosos, a causa de la desproporción de las partes; empero iba a ser curada de mi incredulidad, incredulidad de la que todos los jóvenes deberían curarse por intermedio mío para que su inocencia no sea atrapada en una celada semejante, por más de desconocer la importancia del peligro. Nada es más cierto que la ignorancia de un vicio no nos preserva de él.
Entonces, haciendo a un lado la camisa del chico y sujetándola debajo de sus ropas, puso a la vista esas eminencias carnosas y globulares que componen los montes del placer d e Roma, y que ahora, con el angosto valle que los separa estaban en exhibición y expuestos a su ataque; no pude contemplar las disposiciones que tomó sin estremecerme. Primero, humedeciendo bien con saliva su instrumento, obviamente para ayudarlo a deslizarse, y luego apuntándolo y embutiéndolo, como pude discernir claramente, no sólo por la dirección y porque lo perdí de vista sino por los retorcimientos, las contorsiones y las quejas suavemente murmuradas del sufriente joven. Finalmente, cuando los primeros estrechos de la entrada fueron atravesados todo pareció moverse y funcionar con mucha normalidad, como en un sendero alfombrado, sin roces ni barreras; ahora, pasando un brazo alrededor de las caderas de su querido, se apoderó de su juguete de marfil coronado de rojo que estaba perfectamente rígido y mostraba que aunque por detrás fuera como su madre, por delante era como su padre; así se entretuvo mientras con la otra mano jugueteaba con sus cabellos e, inclinándose hacia adelante cogió su cara, de la que el chico sacudió los rizos que la cubrían a causa de su postura, y acercándola a la suya recibió un largo beso. Después renovó sus impulsos y, continuando el castigo de su trasero, alcanzó la culminación del acceso con los síntomas habituales, dando por terminada la acción.
Tuve la paciencia de contemplar hasta el fin esta criminal escena simplemente para poder reunir más hechos y certezas contra ellos, en mi deseo de hacer justicia con estos desertores; por tanto, cuando recompusieron sus ropas y se prepararon para marcharse, ardiendo como estaba por la rabia y la indignación, salté de la silla con ánimo de alborotar a toda la casa en contra de ellos; lo hice con tanta impetuosidad y mala suerte que algún clavo o aspereza del suelo enganchó mi pie y me hizo caer de cara, con tanta violencia que quedé sin sentido y debo haber quedado allí bastante tiempo ya que nadie acudió a ayudarme. Ellos, alarmados, supongo, por el ruido de mi caída tuvieron más tiempo del necesario para retirarse sin riesgos. Lo hicieron, según me enteré, con una precipitación que nadie comprendió hasta que volví en mí y lo suficientemente compuesta para poder hablar, enteré a los de la casa de la transacción de que había sido testigo.
Cuando volví a casa y narré mi aventura a la señora Cole ella me dijo, con mucha sensatez, que no había duda de que tarde o temprano, el castigo alcanzaría a esos malvados, aunque por ahora escaparan de él y que si yo hubiese sido el instrumento momentáneo de ese castigo, hubiese sufrido mucho más angustia y confusión de lo que imaginaba. En cuanto a la cosa en si misma, cuanto menos se hablara, mejor, pero que aunque ella podía ser sospechosa de parcialidad por hacer causa común con todas las mujeres, de cuyas bocas esta práctica quitaba algo más que el pan, no podía ser acusada de pasión haciendo una declaración que surgía del amor a la verdad, a saber, que fuesen los que fuesen los efectos de esta infame pasión en otros tiempos y otros países, parecía existir una particular bendición en nuestro aire y nuestro clima, porque la marca de la plaga está visiblemente impresa en quienes están corrompidos por ella, al menos en esta nación, ya que entre todos los de esa calaña que había conocido, o por lo menos, de las que eran universalmente sospechosos de escándalo, no podía nombrar ni a uno cuyo carácter no fuera en todos los otros aspectos indigno y despreciable y desprovisto de todas las virtudes varoniles de su propio sexo, y llenos sólo de los peores vicios y locuras del nuestro; que in fine, eran apenas menos execrables que ridículos en su monstruosa inconsistencia de despreciar y condenar a las mujeres y, al mismo tiempo, imitar sus modales, sus aires, sus gestos y su volubilidad y, en general, todas sus afectaciones que, por lo menos, las favorecían más que a esas señoritas-macho sin sexo.
Fragmento (suprimido en muchas ediciones) de Fanny Hill, de John Cleland


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