martes, 28 de agosto de 2012

Una mujer ardiendo


Yo no era más que un receptáculo para el hombre, deshumanizado y pasivo. También es evidente que probaron, para sacarme de esa insensibilidad, todos los estúpidos medios habituales. Me vistieron, para tener el placer de desnudarme públicamente, doblada sobre el potro en medio de la aldea. Me dieron una azotaina más, que me puso el trasero superficialmente en erupción, sin arrancarme de mi indiferencia. Incluso tuvieron la crueldad de hacer que Nawa-Na me pegara a varazos, y aullé de dolor. Pero si eso logró satisfacer a uno o dos hombres, que me encontraron más sinuosa, más caliente, y la vagina más enfebrecida podo después, no dejé de caer de nuevo en una apatía casi invencible. Entonces llamaron a Ra-Hau, consultaron a las ancianas. Una de estas brujas, tras unos conciliábulos, correteó hasta su choza y volvió llevando en el hueco de sus manos, como si fuese un tesoro muy frágil, dos bolas de un blanco ceroso, que tenían aproximadamente el tamaño y la forma de un huevo. En mi agotamiento, me divertía con la estupidez de los indígenas.
« Sin duda, ahora quieren injertarme unos testículos », me decía, conteniendo con dificultad las ganas de reír de puro eretismo.
Pronto deje de reír. La horrible vieja, tras confiar su tesoro a una de las mujeres que se encontraba por allí, cuchicheando a la luz de las hogueras, me puso tan desnuda como vine al mundo. Tras lo cual se sentó en uno de los bancos naturales y me tendió sobre sus rodillas. Afortunadamente, las viejas de allá usan taparrabos más largos que las jóvenes. Por nada en el mundo hubiese deseado tocar su piel ajada. Cuando estuve así tendida, las nalgas expuestas, la vieja me acarició con bastante habilidad, rozándome con la palma de la mano y la punta de los dedos la convexidad de las nalgas, luego el pliegue entre éstas, la zona anal propiamente dicha y, por último, el pliegue de la vagina entre los muslos, haciéndolo tan furtivamente, aumentando la presión sólo de forma imperceptible, que sin querer me distendí poco a poco y me abrí. Entonces, siguiendo una de las tácticas preferidas de los salvajes, en el preciso instante en que por fatiga, por olvido, por abandono de todo el cuerpo, lo dejaba abrirse, la maldita vieja cogió prestamente de la mano de su vecina uno de aquellos huevos de firme y butirosa consistencia y me lo introdujo a la fuerza en el recto. Confieso que chillé de miedo, de sorpresa y de dolor. Al principio me distendió espantosamente el ano y, a continuación, en cuanto estuvo dentro de mí, su forma ovoide y la compresión del esfínter pareció propulsarlo en el estrecho canal intestinal a una velocidad fulgurante. Sentí que iba a alojarse como un proyectil en lo más profundo de mi vientre. Al atenuarse en ese momento el dolor, siempre sin pensar en ello, dejé de nuevo que todos mis músculos se relajasen. La vieja aprovechó al momento la situación para meterme el segundo huevo entre los muslos. Al igual que el primero, prorrumpió en mí y me dio la sensación de que iba a alojarse en la matriz. Sin darme tiempo a gritar esta vez, la vieja de una sacudida me volvió a poner de pie. Enloquecida, consciente de aquellas dos abominables esferas en mis entrañas, perdí todo pudor y realicé violentos esfuerzos para expulsarlas, flexionando las rodillas y haciendo fuerza hasta que mis muslos temblaron y mi vientre pareció agarrotarse. En vano.
Los dos huevos parecían pegados a lo más hondo de mí, en la pared de mis entrañas y de la matriz. De nuevo aullé, y las mujeres batieron palmas, mientras se encendían los ojos de los hombres. Entonces, como me ensañaba en empujar y contraerme con todas mis fuerzas, tuve la impresión de que los cuerpos ovoides perdían dureza, consistencia e incluso forma, parecían fundirse, penetrando y empapándome poco a poco la carne íntima. Y, a medida que se fundían, que a mi pesar los absorbía por todos los poros de las mucosas, una especie de tenebroso fuego líquido empezó a impregnarme todo el cuerpo, a correr solapadamente por todas mis venas con mi sangre. Incluso mis esfuerzos para rechazar, hacer salir de mí dos abominables objetos, parecían haber apresurado esa difusión, esa invasión. Me puse a aullar sin parar, y las palmadas hicieron furor. El fuego líquido, al haber envuelto como en un gran latigazo todo el habitáculo del cuerpo, volvió a localizarse y fijarse, con una fuerza tenaz, desesperante, en la vagina y el recto. Recuerdo que de niña me había reído, aunque haciendo muecas de malestar y repulsión, la primera vez que sorprendí a un criado empleando la expresión: llevar fuego en el culo. Ahora lo llevaba en el mío. Hubiese podido jurar que esa parte tan secreta de mi cuerpo estaba, al quemarse, en carne viva. El dolor, sin embargo, había dejado de ser intolerable, pero en realidad hubiera podido decirse que una hoguera ahogada roncaba dentro de mí. Rechinaba los dientes y quise empezar a correr, buscando agua, hierba, aire, noche, algo que apagara por poco que fuese esta monstruosa combustión. Las mujeres, riendo, se colgaron de mis brazos para retenerme. Sentía que estaba volviéndome loca. Sin embargo, la vieja bruja no había actuado desatinadamente. Cuando vi claramente que no podía escapar, mi cuerpo pareció comprender por sí mismo dónde encontraría alivio. Tirando con todas mis fuerzas de las manos de las mujeres que me agarraban, corrí a pegar mi cuerpo entero al primer indígena a mi alcance. Por suerte estaba desnudo, y el solo contacto con esa desnudez me proporcionó un fugaz enfriamiento, una promesa. Pero el miserable cretino, con el choque de mi cuerpo, y también porque mi extravío y mi furiosa carga le produjeron una irrefrenable risa, desempalmó en cuanto le toqué. Por lo que, liberándome furiosamente de las mujeres que todavía me sujetaban, le masturbé frenéticamente y, en cuanto estuvo en condiciones, me la metí de un golpe dentro de mí. Pienso que debió creer que era asaltado y violado por una zarza ardiente, porque poco faltó para que los ojos le saltaran. Bailé literalmente sobre su verga, totalmente despreocupada de que él se afanase o no. Al mismo tiempo enseñé los dientes a Ra-Hau, como una hiena, demasiado atareada y demasiado despavorida para ni tan sólo poder pronunciar su nombre. Comprendió, y a su vez se situó junto a mi espalda, abriéndome salvajemente las nalgas y enculándome con el mismo movimiento. Creí que mi ano explotaba y, sin embargo, nunca fui tan bien satisfecha como cuando su enorme aparato me dilató las entrañas. Realmente era como beber cuando se tiene sed. Muy aprisa, demasiado aprisa, saltando sobre sus dos pollas, les arranqué una doble ola de esperma, vaciándoles los cojones como bolsillos que se vuelven del revés. La mandíbula de los dos brabucones les pendía y rodaron por el suelo con ojos de buey. El fuego en realidad no me abandonaba, renacía como de sí mismo bajo la breve caricia del esperma. Por eso expulsé sin ceremonia alguna a los dos leños fuera de uso y de nuevo me abalancé sobre el primer indígena. Los otros esta vez me impidieron violarlo. Me agarraron, me echaron de espaldas sobre una especie de banqueta y me doblaron las rodillas sobre el pecho. No dejaba de jadear y de palpitar, no de placer ciertamente, sino porque la infernal quemadura me aguijoneaba. Los hombres empezaron a metérmela casi uno detrás de otro. Esa noche ni se habló de lavarme. Incluso me pregunto si todos mis servidores estuvieron ni tan sólo el tiempo de gozar. Uno me atacaba de pronto lo mejor que podía la vagina y, a pesar de mi posición, le sacudí los riñones casi para rompérselos. Seguía rechinando los dientes, echaba espumarajos cuando tenía un apaciguamiento pasajero y cuando la nueva verga, cuyo calor incluso me parecía refrescante, se abría camino en el corazón de las mucosas inflamadas. Luego, llena de impaciencia, enloquecida, tan pronto como ese pequeño frescor empezaba a disiparse, con una contracción espasmódica de la entrada de la vagina, cizallaba la picha del hombre, con el fin de sacarle todo el jugo y rechazarla. Al instante, otro tomaba su lugar, o más bien estaba entre mis nalgas y me atiborraba el recto. Con ayuda de un furioso balanceo de las caderas y de una súbita contracción del ano, lograba sacarle tan deprisa como a su compañero. Las mujeres incluso tuvieron que sentarse sobre mis brazos y manos para impedirme balancear los testículos de estos miserables endebles, al igual que si tañeran campanas, al mismo tiempo que me jodían. Por mi propia voluntad, valga la expresión, esa noche creo que despaché a más de la mitad de los hombres disponibles de la tribu. « Todos los perfumes de Arabia no purificarían esta pequeña mano », a veces citaba a mi padre « All the perfumes of Arabia will not sweeten this little hand », Macbeth. La pretendida virilidad de cualquier rebaño de hombres no podría agotar la minúscula vulva de una mujer.
Sin embargo, estaba molida. Era como si me hubieran apaleado con barras de hierro. En aquel momento hubieran podido hacerme trizas o hacer que montase un caballo de verdad, y no habría esbozado el más mínimo movimiento de defensa.

Cruel Zelanda, de Jacques Serguine 

viernes, 24 de agosto de 2012

Dréncula de Boris Vian

Súcubo, Obra de Ana Feito Álvarez  

DRÉNCULA
Extractos del diario de David Benson

I

Apenas hacía una hora que me encontraba en el castillo del conde Dréncula y ya el aspecto siniestro de aquel lugar despertaba en mi corazón los más sombríos presentimientos.
La morada del conde se alzaba en una de las regiones más salvajes del gran bosque de Transilvania, que lanza contra las primeras estribaciones de los Cárpatos sus hordas negras de grandes pinos de Austria y alerces de frente desdeñosa. El castillo, en lo más alto de un promontorio rocoso, dominaba un barranco profundo, por el que rugía en lo más hondo un espumoso torrente. El conde había rogado al bufete de abogados de Londres para el que yo trabajaba que le enviará uno de sus representantes, para poner orden en determinados documentos importantes; en mi maletín tenía la copia de la respuesta que me acreditaba ante él, y esa hojita blanca era lo único que, en ese momento, podía disipar un poco mi angustia.
En efecto, hacía una hora que había franqueado el umbral del austero edificio de piedra gris y aún no había visto un alma. Únicamente algunos murciélagos revoloteaban de un modo extraño, poblando con sus agrios chillidos el opresivo silencio, y sólo el recuerdo de mi gran despacho de techo artesonado me hacía recobrar el aplomo.
Después de recorrer uno tras otro los salones desiertos, acabé descubriendo, escondida en una torreta cuadrada, que se levantaba al norte, una habitación donde crepitaba un fuego de leña. Colocada sobre la mesa, junto a una copiosa comida, había una nota que me informaba de que el dueño de la casa había salido de caza dos días antes, se excusaba por recibirme de un modo tan poco conveniente y me rogaba que me instalase lo mejor que pudiera mientras aguardaba su regreso.
Y, cosa extraña, el aspecto misterioso del asunto, lejos de incrementar mi inquietud, la disipó, y así cené opíparamente sin la menor preocupación.
Más tarde, me desnudé por completo, pues hacía un calor asfixiante, y me tumbé delante del fuego sobre una inmensa piel de oso negro que aún conservaba un ligero olor a fiera, sin duda, por los métodos rudimentarios que los montañeses del lugar habían aplicado para conservarla.

II

Me sacaron del sopor una sensación de ahogo y otra sensación, ésta completamente desconocida. Mi vida de soltero formal no me había preparado, claro, para semejante experiencia; y al tiempo que un peso, que me pareció considerable, se apoyaba en mi pecho, me daba la impresión de que todo mi sexo se encontraba sumergido en una caverna cálida y de singular movilidad, y que con esa excitación nueva para él ganaba fuerza y volumen de un modo completamente anormal. Poco a poco recuperé la lucidez y me di cuenta de que una mata de vello me rozaba la nariz y la boca; un olor particular, un poco mareante, me llenaba la nariz y, cuando levanté las manos, me topé con dos globos lisos y sedosos que se estremecieron al tocarlos y se levantaron ligeramente; en éstas, percibí cierta humedad en mi labio superior, lamí esa humedad y mi lengua entró en una raja carnosa y ardiente que, en ese instante, inició una larga serie de contracciones. Sorbí el suculento jugo que entonces se me derramaba en la boca y me percaté de que alguien estaba tumbado sobre mí boca abajo todo lo largo que era y me comía el miembro mientras yo le devolvía la cortesía por el otro lado; yo, David Benson, estaba chupándole el órgano a una criatura, y eso me producía un placer extremo.
Esa revelación se me impuso en el mismo momento en que, preso de un violento arrebato, dejé escapar gran cantidad de esperma que fue tragado según salía. Al mismo tiempo, los muslos que me ceñían la cabeza se tensaron; yo me comporté lo mejor que supe, hundí y saqué la lengua tan deprisa como era capaz, y absorbí todo lo que pude extraer del cáliz exasperado que bailaba contra mi boca. Mis manos no permanecían inactivas, recorrían de arriba abajo la raya perfumada donde mi nariz rebuscaba el aroma afrodisíaco; y mis dedos entraban por momentos en una fosa diferente de acceso más difícil.
«Estoy perdido... —pensé—. El conde es un vampiro y esta persona está a su servicio. Ahora también yo me convertiré en vampiro...»
En ese momento, la criatura empujó un poco más su culo contra mi nariz y sentí llegar al asalto contra mi barbilla una cosa gorda, peluda y dura. Palpé el objeto y descubrí que se prolongaba en un miembro rígido y turgente que se revolvía para introducirse en mi boca.
«Estoy soñando —pensé—. Los dos sexos no pueden estar juntos en una misma persona.»
Y, como hay que saber aprovechar los sueños para enriquecer tu experiencia, chupé el miembro lo mejor que pude, recogiendo la lengua contra el paladar para que recorriese el surco que dividía en dos el glande, porque quería llevar hasta el final esas investigaciones topográficas. La actividad del vampiro continuaba alrededor de mi vientre y, no sé cómo, con ayuda de un quiebro que debí de hacer sin darme cuenta, me lamía los bordes del ojete con una lengua puntiaguda y ágil como la cabeza de una serpiente. Ese contacto hizo que mi verga flácida recuperase vigor.
Un último estirón del tallo que yo mamaba con avidez me advirtió de un cambio repentino y la boca se me llenó de cinco o seis chorros de un esperma suculento, cuyo sabor a lejía pronto daba paso a un aroma discreto a trufa. Sin darme tiempo a tragarlo todo, el vampiro, de pronto, se dio la vuelta y su boca se pegó contra la mía, explorando mis encías y mi gaznate para recuperar los pocos filamentos que aún quedaban. Entre tanto, mi sexo invadía un pasaje angosto, tórrido y suave, mientras una mano ligera, alcanzaba mi ano, donde introducía un falo aún tímido pero que se afirmaba con cada sacudida, enloqueciéndome con los más ardientes e inesperados arrebatos.
Luché por volver en mí, y me dio tiempo a pensar que por fuerza estaba soñando, pues la vagina que un momento antes se abría entre el ano y los testículos, ahora se encontraba encima de la verga y seguía dándome gusto. La bestia me recorría el rostro con lametadas rápidas y fugaces, cerca de los ojos, de las orejas y de las sienes, lugares que jamás hubiera imaginado pudieran ser tan sensibles. Me estaban entrando ganas de ver a aquella criatura, sin embargo, el resplandor mortecino del fuego apenas me permitía distinguir una parte de su sombra que se recortaba a contraluz sobre el rojo apagado de la chimenea.
No obstante, se apoderó de mí una nueva oleada de placer que puso fin a esas reflexiones, y expelí un río de semen al fondo de la jaula que me oprimía el miembro, mientras en lo más profundo de mis entrañas sentía derramarse el de mi súcubo. Crispé las manos en sus senos agudos y duros hasta el punto que sentía sus pezones taladrarme la carne y, agotado por estas impresiones tan terribles y fuertes, perdí el conocimiento.

EL DIARIO DE DAVID BENSON acababa ahí. Esas pocas hojas se descubrieron cerca de su cuerpo, en los alrededores de un castillo deshabitado en Radzaganyi, Hungría. A David Benson lo habían devorado parcialmente las fieras salvajes que, cosa curiosa, se cebaron en su bajo vientre, que estaba completamente roído, y habían cubierto su rostro de excrementos y orina.

Dréncula de Boris Vian

miércoles, 22 de agosto de 2012

Una mujer sensual

Felicity Fey
Pierre Louÿs era todo un poeta.....un poeta con una fijación por el sexo anal con niñas. Cuando Pierre Louÿs murió, dejó montañas y montañas de papeles con sus fantasías sexuales, de las cuales aún no han sido editados todos.

Parece ser que cada obra "seria", aún siendo sensual su escritura, tenía una contraparte pornográfica. Aquí un fragmento de la "Historia del rey Gonzalo y de las doce princesas", contraparte pornográfica de  "Las Aventuras del rey Pausole", en la que un monarca está decidido a desvirgar a sus doce hijas.

Al día siguiente, por la noche, se decidió que la elegida fuera Prima. Entonces Chloris manifestó que su presencia sería inútil, no se sabe si porque creía que los dieciocho años de la princesa no necesitaban el consejo de nadie, o quizá porque temía mostrarse desnuda junto a una belleza tan perfecta.
Así pues, Prima se presentó sola y sin turbación aparente, ataviada con un sucinto vestido desprovisto de corchetes, aunque sujeto holgadamente a su talle con un cinturón.
Era alta, tan morena como sus hermanas, y todo en ella tenía formas admirables: el contorno de su rostro, las líneas de los ojos y de la boca, la elegancia del cuello, la proporción del torso y de las piernas.
Aleccionada sobre aquello que le aguardaba, se acercó al rey con lentitud, lo besó en la frente y, acto seguido, se sentó sonriente en sus rodillas.
El rey se sintió tan conmovido que olvidó lo que tenía previsto decir. Por fortuna, la sistematización de sus cuestionarios acudió en su ayuda para sacarle del apuro.
—A tus hermanas les he preguntado sobre aquello que mejor conocían. Una me ha respondido muy bien acerca del pudor, y la otra acerca de la moral. ¿Y tú? ¿Qué es lo que mejor conoces?
Prima le rodeó el cuello con los brazos y le susurró al oído:
—Esta noche, lo que mejor conozco es el modo de excitarte.
—¿Es eso una ciencia?
—Conseguir que se ponga tiesa una picha sin tocarla es todo un arte. Es un arte de cuya experiencia carezco, pero cuyos secretos conozco a la perfección. Es, en suma, el Arte del Amor.
—Demuéstramelo.
—Tengo toda la noche.
—¿Cuántos secretos hay en el amor?
—Conozco un millar de ellos, e inventaré muchos más. Claro que los secretos de amor no se dicen en ningún otro lugar que no sea la cama...
El rey empezaba a comprender que la mayor de sus doce hijas era demasiado lista para él. Prima se percató de sus pensamientos y, sabiendo que una enamorada no debe intimidar a aquel a quien desea seducir, se acostó sobre la colcha, atrajo al rey y, en un abrir y cerrar de ojos, se desvistió sin apenas dejar entrever sus encantos, pues se tendió sobre él, cuerpo contra cuerpo, mostrando tan sólo sus pechos pero haciéndole sentir todo lo demás.
—Prima, eres demasiado hermosa —afirmó el rey—. No podré permanecer durante mucho tiempo en el estado al que me has llevado.
—No temas nada. El primer secreto del amor es conseguir estar excitado. El segundo es conseguir dejar de estarlo.
—Eso me parece más prudente.
—No, no, me siento segura de mí. Me amas ya lo suficiente como para dejar de mi cuenta la dosificación de tu placer. Acabas de decirme que soy demasiado hermosa, aunque apenas si has visto mi rostro. Pues bien, será eso lo primero que vas a desvirgar: mi rostro.
—¿Cómo has podido adivinar mi pensamiento?
—No lo pensabas. He sido yo quien te ha hecho pensar en eso antes de decírtelo. Se trata de otro secreto... Esta boca mía, que te habla, desea que la desvirgues. ¿Consientes en ello?
—Con urgencia y del modo que mejor te plazca.
—Si yo fuera hombre, desearía empalmarme más abajo del vientre de una muchacha que ofrece su boca de virgen antes incluso de mostrar sus demás virginidades. Creo que le diría: "He aquí dos labios hechos para chupar una picha".
—¡Oh! ¡Esto es demasiado!
—¿Qué opinión te merece mi lengua, entre mis dos labios?
—No sé qué hacer con ella... Prima, ¿has jurado martirizarme?
—Por el momento no sabes qué hacer, ya lo sé. Más adelante será ella la que te lo pida. Ahora basta con mis labios, con mi boca, que te chupará con toda el alma porque está segura de que, al final, tendrá su recompensa: la leche que tanto ansía.
Dejando de torturar al rey con las tentaciones y la impaciencia, la joven princesa se deslizó a los pies de la cama, tomó entre sus labios el miembro real...,y su espera fue tan corta como larga había sido la de su padre. Luego, inmóvil y como ensimismada, bebió todo cuanto manó, antes de abrir los ojos y sonreír con ternura.
Transcurrió una media hora sin que al rey se le ocurriera retirarse a una estancia contigua, como había hecho la noche anterior. Charlaba con Prima, que parecía entregada a su indolencia, aunque cambió el tomo del diálogo a su antojo cuando consideró llegado el momento de hacerlo. En efecto, habiéndole preguntado el rey por qué permanecía acostada sobre su vientre, ella respondió con mirada impúdica y frente altiva:
—Estoy acostada sobre el coño.
—¿Por qué?
—Es otro de los secretos: mostrarse desnuda, pero
no dejar ver el coño.
—Pues también me gustaría comprender ese secreto.Tú que tienes tan hermosa boca...
—¿Y si tuviese el coño más hermoso aún, quizás, que mi hermosa boca? ¿De qué le sirve a una mucha- cha enamorada toda la belleza del cuerpo si no está dotada, por encima de todo, de la belleza del coño? ¿Sabes de qué te estoy hablando?
—Creo que...
—Escucha. Tengo cinco coños. El primero es mi boca, que esta noche quiere atiborrarse de leche. El segundo está muy poblado de pelo, bajo mi brazo derecho; mira: hoy no te lo ofreceré, como tampoco el tercero, éste que tengo en la axila izquierda, aunque conozco la manera de convertirlos en tan suaves como mi boca. El cuarto coño se halla entre mis nalgas. ¿Lo verás esta noche? Tal vez sí, tal vez no. Y el quinto es aquel sobre el que ahora estoy acostada.
Prima se tendió de nuevo sobre el cuerpo del rey y, en esta ocasión, le hizo sentir aquello de lo que hablaba. El resultado que esperaba se produjo antes incluso de lo que le mismo rey podía imaginar.
—Me dijeron que te afeitabas. ¿Por qué motivo?
—Por el mismo que acabo de decirte. Si no tuviera un coño hermoso, no lo afeitaría. La belleza se muestra siempre desnuda.
—¡Pues tú ésa no la muestras!
—La belleza se muestra a quien la ama. Tu picha la toca y se empalma entre sus labios, ¿no? Pues que tu rostro haga otro tanto y también él la verá.
—No sé a qué te refieres. Sólo sé que me pones fuera de mí con tantos toqueteos, tanta contención y tanto deseo exacerbado.
—No me prometas nada. No necesito promesas. Mi capricho es no enseñar el coño sin que éste reciba un beso. Si tú encuentras mi coño lo bastante hermoso como para acordarte de mi capricho, entonces sabré si me amas.
Acercándose a las almohadas, Prima se puso de rodillas apretando las piernas. Apenas si podía verse aquello que pretendía mostrar y, sin embargo, aquélla parecía ser en efecto la más perfecta de sus formas. Aguardó a que el rey manifestar impaciencia por ver lo que ella todavía ocultaba. Por fin, con la cabeza vuelta hacia la cabecera de la cama, se arrodilló justo encima del real rostro con las piernas abiertas.Acto seguido, se agachó ligeramente y vio satisfecho el capricho del que ya no hablaba. Pero el rey dijo en seguida:
—¡No me tientes más! Sería una locura...
—¿El qué? ¿Desgarrarme el virgo del coño? ¿Y cómo podrías haber elegido ése si todavía no te he mostrado el otro?
—Esta muchacha acabará haciéndome perder el sentido, con su belleza, su lujuria, su reserva y su actitud desafiante. ¿Acaso no te basta la satisfacción de verme reducido a no atreverme más que a lo que tú me...?
—Atrévete a todo cuanto te plazca atreverte. Mis órdenes tienen una sola justificación: que adivino tus deseos antes de que tú los sientas. ¿Verdad que ya te he hablado de mi otro virgo? ¡Pues búscalo! Mete la mano entre mis muslos. ¿Lo notas?
—No sé lo que noto... Pierdo la cabeza...
Prima se zafó de la mano que la tocaba y, tendién- dose junto al rey, musitó:
—¿Notas mis pelos?
—Pero si te rasuras.
—No ahí. Ni tampoco las axilas. Mira, si no, este mechón negro que me llega casi hasta el pezón del pecho. Dime, ¿qué piensas tú que me afeito? ¿El coño y el pubis? Pues me afeito también el vientre, hasta el ombligo. En cambio, por debajo del coño está todo intacto.
—¡Eres una diablesa!
—Sí. Tengo tanto pelo por detrás como la mayoría de las chicas por delante, y, desde que me afeito la vulva, se diría que ésta ha cambiado de lugar.A mis her- manas les gusta. Según ellas, yo tengo una boca donde ellas tienen el coño, y un coño entre las nalgas. ¿Acaso no sabes que soy su sultana y que vivo en un harén donde basta una palabra mía para que se rindan?
—¿Quiénes?
—Todas. La que más me plazca, según el capricho de mis fantasías. ¿Quieres saber quiénes son mis pre- feridas? Te lo diré después. Pero a todas, incluso a la más pequeña, que tiene siete años, le encanta meterme la lengua en la boca del vientre o en el coño del culo. No hay nada que no fueran capaces de hacer para conseguirlo, y la verdad es que me satisface mucho tentarlas.
—Eres una verdadera maestra en eso de tentar a quienes te aman.
—A mis tres hermanas más jóvenes no las amo, pero, como a las jovencitas les gusta sobre todo lo que es salado, es a ellas a quienes concedo, cuando demuestran ser lo suficientemente habilidosas, el derecho de hundirme la lengua en el trasero. Mi verdadero coño se lo doy a la lengua de mi favorita, y cada noche ambas dudamos entre qué es más grato, si para mí gozar de ella, o para ella saborear entre mis muslos el néctar que consigue extraer de mi cuerpo.
—¡Calla!
—¿Qué puede ser más agradable al paladar de una virgen que beber el néctar destilado por otra virgen? Por curiosidad, he querido probar el de todas mis her- manas la misma noche en que alcanzaban la pubertad. Tan pronto como alguna de ellas venía a decirme, alborozada: "Prima, ¡me corro!", yo le regalaba mi boca con fruición. Pero hoy, contigo, he probado la leche de hombre. ¿Por qué me llamas reservada? Deseo seguir bebiéndola, y deseo dar la mía.
—¡Prima!
—¿Por qué dices que me contengo, si acabo de revelarte todos mis gustos, y ahora voy a mostrarte todos mis secretos? No tengo nada que ocultar. Mira.
Y, como si hiciera el gesto más natural del mundo, se puso a horcajadas sobre la cara del rey, dándole la espalda y abriendo al mismo tiempo sus nalgas peludas y su vulva recién rasurada. Acto seguido, sin esperar lo que tenía la seguridad de conseguir, dibujó con la punta de la lengua un minucioso arabesco alrededor del órgano viril.
Hacía mucho tiempo que el rey no había concedido a nadie el favor de la caricia que las jovencitas se hacen unas a otras, y en consecuencia carecía de inclinación natural para ello. Pero, hallándose "fuera de mí", como él mismo había dicho, no supo lo que hacía..., y a pesar de todo lo hizo.
Por su parte, el cuerpo de Prima comenzó a arquearse espasmódicamente y a ser presa de un irreprimible desenfreno. Ella, que nunca decía una palabra cuando sus hermanas le rendían aquella clase de homenaje, esta vez sintió que no sólo debía hablar, sino incluso exagerar sus sensaciones mediante temblores y frases.
—¡Sí! ¡Oh, sí! —exclamó, con un hilo de voz—. ¡Oh! ¡Deseo correrme!
Apoyándose en los brazos, tensos como pilares, levantó la cabeza y curvó la grupa, abierta en toda su redondez.
—¡Mira qué excitada estoy! ¿Lo ves bien? ¡Por eso me rasuro! Cuando me lanzo, mi dardo se pone tan tieso y tan rojo que mis once hermanas se pelean por ver la picha empalmada de Prima... Sabía que esta noche me tomarías... ¡Por eso no he gozado en todo el día!...
Había gozado por tercera vez desde la mañana a las cinco de la tarde, pero su decisión de fingir un apasionamiento absoluto le hizo explicar:
—Cuando he gozado y estoy tan extremadamente excitada como ahora, digo cosas que no quisiera decir... ¡Te amo! ¡Te adoro! ¡Me mojo por ti! ¡Tengo empalmados hasta los pezones! ¡Sé que me encularás dentro de un instante, y lo deseo!... ¡Ah, si ahora me metieras el dedo en el culo!... ¡Sí, así! ¡Húndelo más!... ¡Me vuelves loca! Mi vientre está repleto de un néctar que pugna por salir, salir... Te devolveré más leche de la que tú me has dado a beber... Lo noto... Voy...Voy... ¡Oh, me corro! ¡Toma, gozo, me fundo! ¡Ah, toma, toma!
Gozaba sinceramente, pero por cuarta vez desde que se había despertado.Y para que no se notara que su voluntad física no llegaba a la abundancia de sus palabras, de pronto tomó en su boca en miembro del rey, como si sintiera la irresistible necesidad de hacerlo...
Hasta encontró valor para decir, en cuanto pudo abrir de nuevo los labios:
—¡Oh, qué bueno es! ¡Vuelvo a gozar! ¡Nunca imaginé que una virgen pudiera sentir esto cuando bebe leche de hombre mientras ella, a su vez, se corre!
Y para dar respuesta a todo, incluso al pensamiento, musitó al oído del rey:
—Puesto que lo sabes ya, voy a repetírtelo: me moría de ganas de ser enculada, pero cuando he goza- do..., entonces no he podido contener mi boca.




martes, 21 de agosto de 2012

Ricitos de Oro y los tres Barones (Cuento de Nancy Madore)

Coleccionar cuentos retorcidos es una de mis aficiones. Existen un par de libros de Nancy Madore que son una delicia, porque se proponen la meta de dar ideas eróticas para avivar la vida sexual de las lectoras.

Hay un cuento de Ricitos de Oro (personaje más bien antipático) que propone ideas asombrosas. Ricitos de Oro era reportera en una revista de chismes, y se mete en casa de tres barones solitarios que vivían su vida en solitario recato:


Ricitos de Oro puso la oreja en la puerta y esperó. Silencio. No había nadie. Mejor. Nada más entrar en la cabaña se encontró con los tres platos de sopa. Pero, sin saber que estaba demasiado caliente, y como no había tenido tiempo de desayunar, tomó una cuchara y la metió en uno de los platos…
—¡Ay, que me quemo! —exclamó, sacando un cuaderno para anotar esta contrariedad. Luego se acercó al segundo plato—. Ah, ésta está demasiado fría.
Después, metió la cuchara en el tercer plato.
—Ésta está perfecta.
Anotó algo más en su cuaderno y luego se tomó toda la sopa, sin pensar que no era suya.
Después de terminar su investigación en la cocina, Ricitos de Oro se aventuró hasta el salón. Allí encontró tres sillones. Se sentó en uno de ellos y prácticamente se levantó de un salto.
—¡Dios mío, qué duro!
En el siguiente:
—Éste es demasiado blando.
Y en el tercero:
—Ah, éste sí que es cómodo.
Pero el sillón era viejo y, con un crujido aterrador, se partió por la mitad, tirando a Ricitos de Oro al suelo, algo que ella anotó furiosamente en su cuaderno.
Después, siguió con su investigación entrando en un dormitorio en el que había tres camas.
—Ésta es demasiado dura —murmuró, tumbándose en la primera—. Y ésta, demasiado blanda.
Pero de nuevo, la tercera era perfecta. Tan cómoda era que cerró los ojos y, sin darse cuenta, se quedó profundamente dormida.
Mientras Ricitos de Oro dormía plácidamente en la cama, los tres barones volvieron de su paseo por el bosque.
—Yo diría que alguien ha tocado mi sopa —comentó uno de ellos.
—Oh, cielos.
—Alguien se ha comido toda mi sopa —protestó el tercero—. ¡No ha dejado ni una gota!
Alarmados por tan singular evento, los barones inmediatamente empezaron a buscar al intruso. Y en cuanto entraron en el salón comprobaron que también había estado allí.
—Alguien se ha sentado en mi sillón —dijo el primero.
—Lo mismo digo —suspiró el segundo.
—¿Y mi sillón? —exclamó el tercero—. ¡Está destrozado!
Los tres fueron entonces al dormitorio.
—Alguien ha estado en mi cama —anunció el primero al ver que habían apartado las mantas.
—En la mía también.
—¡Y sigue estando en la mía! —exclamó el tercero, señalando a Ricitos de Oro.
El grito despertó a la joven metomentodo. Y puedes imaginar su sorpresa al abrir los ojos y encontrarse con los tres barones.
—¿Quién eres tú y por qué estás durmiendo en mi cama? —le preguntó uno de los hombres.
—Soy Ricitos de Oro —contestó ella. Pero, por supuesto, no tenía una buena explicación para estar donde estaba.
—Te has comido mi sopa y has roto mi sillón favorito —siguió el barón, mirándola de arriba abajo con desdén—. No te muevas mientras llamo a las autoridades.
—¡Oh, no! —gritó Ricitos de Oro—. No puedes hacer eso.
—¿Que no puedo? ¿Por qué no?
—Porque me han asignado que viniera aquí —mintió Ricitos de Oro, buscando una excusa cualquiera por miedo a una nueva demanda.
—¿Te han asignado? ¿Para quién trabajas? ¿Quién te ha dicho que vinieras a esta casa?
—Pues…
—¡Seguro que ha sido el conde Wallingford! —exclamó uno de los barones—. ¿No recordáis la broma que le gastamos el invierno pasado?
Todos miraron a Ricitos de Oro, sorprendidos. Y ella sonrió, fingiendo que habían acertado.
—Juró que nos devolvería el favor —murmuró el primero.
—Oh, qué idea tan escandalosa —exclamó el segundo. Pero lo decía con tal expresión de lasciva alegría que nadie podría creer que estuviese escandalizado.
—Desde luego —asintió el barón que había amenazado con llamar a las autoridades—. ¿Pero dónde puede haber encontrado a esta cualquiera?
—Oiga…
—Debemos preguntarle la próxima vez que lo veamos —rió su amigo.
Entonces, de repente, los tres se acercaron a Ricitos de Oro y empezaron a desabrocharle el vestido. Mientras lo hacían, hablaban los unos con los otros alegremente, sin prestarle mucha atención a la chica y haciendo observaciones bastante groseras sobre su ropa.
—¿De qué material estará hecho este trapo?
—No lo sé. Nunca había visto nada igual. Me recuerda a un saco de patatas.
—Desde luego —rió el tercero, disfrutando perversamente—. Casi espero que debajo aparezca un kilo de tubérculos.
—Ah, esto tengo que verlo —sonrió el primero, quitándole la ropa interior de un tirón—. Oh, qué material tan basto.
Sus amigos lanzaron exclamaciones de horror al ver los pololos de algodón, nada parecidos a la ropa interior de seda que ellos solían comprar.
Ricitos de Oro los miraba, atónita. Pero antes de entender lo que estaba pasando se encontró completamente desnuda delante de aquellos tres hombres. Luego empezaron a desnudarse ellos mismos, de forma completamente natural, doblando pantalones y camisas con cuidado para dejarlos sobre una silla. Por fin, el primer barón se tumbó en la cama con una ceja levantada.
—Bueno, ¿a qué esperas?
Los otros dos, mientras tanto, la empujaban hacia la cama. Atónita, Ricitos de Oro no era capaz de resistirse. Seguramente la misma curiosidad que la había llevado hasta la cabaña la empujaba a vivir aquel raro pero excitante episodio. Para los barones era una completa extraña que había sido enviada para procurarles entretenimiento. Nunca descubrirían su verdadera identidad, de modo que podía marcharse como si nada hubiera pasado pero con un nuevo conocimiento sobre ella misma y sobre el mundo, se dijo.
Nunca había tenido una oportunidad igual y, seguramente, no volvería a tenerla. Además, se sentía como si estuviera bajo una extraña influencia y no podía oponerse al deseo autoritario de los barones de celebrar aquella peculiar orgía.
Los dos barones guiaron a Ricitos de Oro hasta colocarla sentada encima del primer barón, pero ella lanzó una exclamación:
—¡Esto es demasiado duro!
—Eso se remediará enseguida.
Ricitos de Oro permitió que la colocasen tumbada sobre él y el barón no perdió un segundo. Inmediatamente se sintió embriagada por un intenso placer ya que, en esa posición, recibir su miembro erguido no resultaba tan molesto.
El segundo barón se colocó directamente delante de la cara de Ricitos de Oro y le ordenó que abriese la boca.
—Está demasiado blando —protestó ella… justo antes de que el lujurioso barón introdujese el miembro en su boca.
—Eso, también, será remediado enseguida.
Unos segundos después, se dio cuenta de que era cierto.
Ricitos de Oro miró al tercer barón, que estaba poniéndose una especie de lubricante.
«Oh», pensó. «Así será mejor». Pero reconsideró esta afirmación un segundo después porque el barón se había colocado detrás de ella y no le pareció inmediatamente «mejor» al sentir que la penetraba por detrás.
Así colocada, Ricitos de Oro se sentía como debía de sentirse una mariposa cuando el coleccionista separaba sus alas para exhibirla. Y aunque era cierto que los barones tenían tan poca consideración hacia ella como el coleccionista hacia la mariposa, al menos por el momento tenía toda su atención y el deseo que sentían por ella era evidente. En cuanto a ella misma, todos sus sentidos estaban alerta. Pero aplastada como estaba entre uno y otro, se sentía completamente inmovilizada y totalmente vulnerable.
Los barones la tocaban por todas partes mientras entraban y salían de ella, gruñendo de placer, decididos a disfrutar hasta el último momento. Con esto en mente, iban despacio y deprisa por turnos, utilizando su cuerpo como les venía en gana.
Mientras tanto, la excitación de Ricitos de Oro creía por segundos. Nunca se había sentido tan abrumada o tan desesperada. Gemía cuando los barones se volvían más exigentes, embistiéndola con una fuerza que la dejaba sin aliento. Pero luego volvían a hacerlo despacio, conteniéndose para prolongar la experiencia y, en esos intervalos, se dedicaban a tocar su cara, su pelo, sus pechos y nalgas. A menudo hacían comentarios sobre su apariencia física, notando la suavidad de su piel o la redondez de sus nalgas o el ansia de sus labios. Al oírlos, Ricitos de Oro se vio abrumada por un deseo loco y, de repente, se dio cuenta de que quería ser usada por ellos… aún con más desvergüenza.
De modo que separó más las piernas y arqueó la espalda, moviendo las caderas hacia atrás y obligándose a sí misma a recibir al tercer barón… por completo. La incomodidad que esto le causó se mezclaba con el placer. Alternativamente, empujaba hacia atrás para recibir al tercer barón o empujaba hacia delante para sentir al primero. Como no quería olvidarse del segundo barón, abrió más la boca y echó la cabeza hacia atrás para que pudiese meter el miembro hasta su garganta. Y, con cada embestida, sentía un inexplicable y profundo placer.
Todos sus esfuerzos eran comentados por los barones y sus comentarios, libidinosos, añadían leña al fuego que ardía en su interior.
A Ricitos de Oro le daba igual lo que pensaran de ella. Su cuerpo se movía sin parar buscando el placer que le daban con cada embestida. Los barones la miraban con admiración, maravillándose no sólo porque se entregase de esa forma, sino por su evidente deseo de ser usada de la manera más cruda por los tres.
Conteniendo el orgasmo repetidamente, los tres barones pensaban usar el cuerpo de Ricitos de Oro mientras ella se lo permitiera. El barón que tenía su boca la sujetaba por los rizos dorados, tirando de su pelo de un lado a otro, según la posición que le resultaba más apetecible. El barón que estaba debajo de ella sujetaba sus pechos con las dos manos, apretando fieramente sus pezones mientras ella temblaba sobre su cuerpo. Y el tercer barón azotaba sus nalgas brutalmente, como habría hecho con su caballo si no hiciese lo que le ordenaba.
Pero, por fin, los barones no podían retrasar su excitación por más tiempo y las embestidas se volvieron más urgentes, más duras. El crudo uso de su cuerpo envió a Ricitos de Oro hasta el precipicio y gritó de placer cuando su cuerpo encontró el glorioso alivio. Eso fue el fin y los barones perdieron el control, llenando su cuerpo a rebosar.
......
De modo que la pobre Ricitos de Oro no aprendió nada de la experiencia y, sin duda, seguirá entrando en casas ajenas.
Fragmento del libro "Cuentos para el placer", de Nancy Madore.






domingo, 19 de agosto de 2012

Orgía perversa vs Orgía Siniestra (Parte 2: Orgía Siniestra)

Justine es la obra mas conocida y vilipendiada del Marqués de Sade; una de las escenas más escandalosas es cuando un grupo de monjes la secuestra para esconderla en un serrallo secreto en donde la violarán repetidamente hasta que ella puede escapar, sólo para caer con alguien peor.


Inmediatamente forman un círculo, me sitúan en el centro, y allí, durante más de dos horas, soy examinada, valorada, manoseada por los cuatro frailes, recibiendo sucesivamente de cada uno de ellos elogios o críticas.
––Me permitiréis, señora, ––dijo sonrojándose nuestra bella prisionera––, ocultaros una parte de los detalles obscenos de la odiosa ceremonia. Que vuestra imaginación suponga todo lo que el desenfreno puede dictar en tal caso a unos malvados; que los vea pasar sucesivamente de mis compañeras a mí, comparar, relacionar, confrontar, discurrir, y sólo obtendrá verosímilmente una débil imagen de lo que realizaron en estas primeras orgías, muy suaves, sin duda, en comparación con todos los horrores que no tardaría en experimentar.
––Vamos ––dice Severino cuyos deseos prodigiosamente exaltados ya no pueden contenerse, y que en este horrible estado parece un tigre dispuesto a devorar a su víctima––, que cada uno de nosotros la someta a su placer favorito.
Y el infame, colocándose en un canapé en la actitud propicia para sus execrables proyectos, haciéndome sostener por dos de sus frailes, intenta solazarse conmigo de aquella manera criminal y perversa que sólo nos hace semejarnos al sexo que no poseemos degradando el propio. Pero, o ese impúdico está demasiado vigorosamente dotado, o la naturaleza se rebela en mí ante la mera sospecha de esos placeres: no consigue vencer los obstáculos; tan pronto como se presenta, es inmediatamente rechazado... Abre, empuja, desgarra, todos sus esfuerzos son inútiles; el furor de ese monstruo se dirige contra el altar que sus deseos no pueden alcanzar; lo golpea, lo pellizca, lo muerde. Nuevas posibilidades nacen del seno de tales brutalidades; las carnes reblandecidas ceden, el sendero se entreabre, el ariete penetra. Yo lanzo unos gritos espantosos. La masa entera no tarda en ser engullida, y la culebra, arrojando inmediatamente un veneno que le arrebata las fuerzas, cede finalmente, llorando de rabia, a los movimientos que yo hago para soltarme. En toda mi vida no había sufrido tanto.
Se adelanta Clément; está armado con varas; sus pérfidas intenciones estallan en sus ojos:
––Me toca a mí ––le dice a Severino––, me toca a mí vengaros, padre mío; me toca a mí corregir a esta pécora por resistirse a vuestros placeres.
No necesita que nadie me sostenga; uno de sus brazos me rodea y me aprieta contra una de sus rodillas, de manera que, presionando mi vientre, pone mas al descubierto lo que servirá a sus caprichos. Al principio tantea sus golpes, parece que sólo tenga la intención de prepararse; pronto, inflamado de lujuria, el depravado golpea con todas sus fuerzas: nada queda a salvo de su ferocidad; de la mitad de las caderas hasta las pantorrillas, todo es recorrido por el traidor; atreviéndose a mezclar el amor con esos crueles momentos, su boca se pega a la mía y quiere absorber los suspiros que los dolores me arrancan... Mis lágrimas corren, las devora, sucesivamente besa y amenaza, pero sigue golpeando; mientras actúa, una delas mujeres le excita; arrodillada delante de él, lo trabaja diferentemente con cada una de sus manos, y cuanto más lo consigue, con más violencia me llegan sus golpes. Estoy a punto de ser desgarrada cuando nada anuncia todavía el final de mis males: de nada sirve que se prodigue por todas partes. El final que yo espero sólo dependerá de su delirio. Una nueva crueldad lo determina: mi pecho está a la merced de ese hombre brutal, le excita, hunde en él sus dientes, el antropófago lo muerde: este exceso provoca la crisis, el incienso se escapa. Unos gritos espantosos y unas terribles blasfemias han señalado su arrebato, y el fatigado monje me abandona a Jérôme.
No seré más peligroso para tu virtud que Clément ––me dice el libertino acariciando el altar ensangrentado donde acaba de sacrificar el otro fraile––, pero quiero besar esos surcos; si yo también soy capaz de entreabrirlos, les debo algún honor. Quiero aún más ––prosigue; hundiendo uno de sus dedos en el lugar donde se había metido Severino––, quiero que la gallina ponga, y quiero devorar su huevo... ¿Está ahí?... ¡Sí, pardiez!... ¡Oh, hija mía, qué delicado es!...
Su boca sustituye los dedos... Me explican lo que tengo que hacer, lo hago con asco. En la situación en que me encuentro, ¡ay de mí, no me está permitido negarme! El indigno está contento... traga, y después, haciéndome arrodillar delante de él, se pega a mí en esa posición; su ignominiosa pasión se satisface en un lugar que me impide cualquier protesta. Mientras actúa así, la mujer gorda lo azota, y otra, situada a la altura de su boca, cumple el mismo deber al que yo he acabado de ser sometida.
No basta ––dice el infame––, quiero que cada una de mis manos... siempre nos quedamos cortos...
Las dos jóvenes más bonitas se acercan, obedecen: estos son los excesos a que la saciedad ha conducido a Jérôme. En cualquier caso, las impurezas le llenan de felicidad, y mi boca, al cabo de media hora, recibe finalmente, con una repugnancia que os será fácil adivinar, el asqueroso homenaje de aquel hombre depravado.
Aparece Antonin.
––Vamos a ver ––dice–– esta virtud tan pura; estropeada por un solo asalto, ya no debe notarse.
Sus armas están en ristre, se serviría gustosamente de los procedimientos de Clément. Ya os he dicho quela fustigación activa le gusta tanto como al otro monje, pero como está apresurado le parece suficiente el estado en que me ha dejado su compañero. Me examina, disfruta, y dejándome en la postura que todos ellos prefieren, manosea un instante las dos medias lunas que impiden la entrada. Zarandea furiosamente los pórticos del templo, no tarda en llegar al santuario: el asalto, aunque tan violento como el de Severino, realizado en un sendero menos estrecho, no es sin embargo tan rudo de soportar. El vigoroso atleta coge mis dos caderas, y supliendo los movimientos que yo no puedo hacer me sacude contra su cuerpo con vigor; diríase, por los esfuerzos redoblados de ese Hércules, que, no contento con ser dueño de la plaza, quiere reducirla a polvo. Unos ataques tan terribles, y tan nuevos para mí, me hacen sucumbir; pero, sin inquietarse por mis penas, el cruel vencedor sólo piensa en aumentar sus placeres; todo le circunda, todo le excita, todo contribuye a sus voluptuosidades. Frente a él, subida a mis caderas, la joven de quince años, con las piernas abiertas, ofrece a su boca el mismo altar en el que realiza su sacrificio conmigo, sorbe gustosamente el precioso jugo de la naturaleza cuya emisión acaba ésta de conceder a la chiquilla. Una delas viejas, arrodillada delante de las caderas de mi vencedor, las mueve, y avivando sus deseos con su lengua impura, consigue su éxtasis, mientras que para calentarse aún más el libertino excita a una mujer con cada una de sus manos. No hay uno de sus sentidos que no sea provocado, ni uno que no contribuya ala perfección de su delirio; lo alcanza, pero mi constante horror por todas sus infamias me impide compartirlo...
Lo consigue solo, sus gestos, sus gritos, todo lo anuncia, y me siento inundada, a pesar mío, por las pruebas de una llama que sólo contribuyo a encender en una sexta parte. Me desplomo finalmente sobre el trono donde acabo de ser inmolada, sintiendo únicamente mi existencia a través del dolor y de las lágrimas... de la desesperación y de los remordimientos...
Entonces el padre Severino ordena a las mujeres que me den de comer, pero muy lejos de prestarme a estas atenciones, un acceso de furiosa pena asalta mi alma. Yo, que ponía toda mi gloria, toda mi felicidad, en mi virtud, yo, que me consolaba de todos los males de la fortuna, con tal de ser siempre decente, no puedo soportar la horrible idea de verme tan cruelmente mancillada por aquellos de quienes debía esperar el máximo socorro y consuelo: mis lágrimas manan en abundancia y mis gritos hacen resonar la bóveda. Ruedo por los suelos, me golpeo los pechos, me meso los cabellos, invoco a mis verdugos, y les suplico que me den muerte... ¿Creeréis, señora, que tan espantoso espectáculo sólo consigue excitarlos más?
––¡Ah! ––dice Severino––, nunca he disfrutado de una escena más hermosa. Ved, amigos míos, en qué estado me pone; es increíble lo que consiguen de mí los dolores femeninos.
––Sigamos con ella ––dice Clément––, y para enseñarle a gritar de este modo que, en este segundo asalto, la bribona sea tratada con mayor crueldad.
Dicho y hecho; Severino toma la iniciativa pero, por mucho que dijera, sus deseos necesitaban un grado de excitación superior, y, sólo después de haber utilizado los crueles medios de Clément, consiguió reunirlas fuerzas necesarias para la realización de su nuevo crimen. ¡Qué exceso de ferocidad, Dios mío! ¡Cómo era posible que esos monstruos la llevaran al punto de elegir el instante de una crisis de dolor moral por la violencia que sentía para hacerme sufrir otro dolor físico tan bárbaro!
––Sería injusto que no utilizara como principal con esta novicia lo que tanto nos sirve como accesorio ––dice Clément comenzando a actuar––, y os aseguro que no la trataré mejor que vosotros.
––Un momento ––dice Antonin al superior al que veía a punto de cogerme de nuevo––; mientras vuestro celo va a exhalarse en las partes traseras de esta hermosa joven, me parece que yo puedo incensar al Dios opuesto; la pondremos entre los dos.
Me colocan de tal manera que todavía puedo ofrecer la boca a Jérôme; se lo exigen. Clément se coloca en mis manos; me veo obligada a masturbarlo. Todas las sacerdotisas rodean el espantoso grupo. Cada una de ellas presta a los actores lo que sabe que más debe enardecerlo. Sin embargo, yo soporto todo; el peso entero recae exclusivamente sobre mí. Severino da la señal, los tres restantes no tardan en seguirle, y ya me tenéis, por segunda vez, indignamente mancillada por las pruebas de la repugnante lujuria de unos indignos bribones.


jueves, 16 de agosto de 2012

Orgía perversa vs Orgía Siniestra (Parte 1: Orgía Perversa)

Existe una escena orgiástica memorable en "Memorias de una Pulga", el clásico Victoriano de 1881 por excelencia. Una jovencita es iniciada en el sexo perverso por un grupo de frailes degenerados.
¿Porqué merece una mención aquí?, además de que la escena es divertida, porque parece ser que está basada en una escena muy similar de un libro anterior:

La muchacha succionaba suavemente hacia arriba y hacia abajo de la azulada nuez, haciendo pausas de vez en cuando para contener lo más posible en el interior de sus húmedos labios. Sus lindas manos se cerraban alrededor del largo y voluminoso dardo, y lo agarraban en un trémulo abrazo, mientras ella contemplaba cómo el monstruoso pene se endurecía cada vez más por efecto de las intensas sensaciones transmitidas por medio de sus toques.
No tardó Clemente ni cinco minutos en empezar a lanzar aullidos que más se asemejaban a los lamentos de una bestia salvaje que a las exclamaciones surgidas de pulmones humanos, para acabar expeliendo semen en grandes cantidades a través de la garganta de la muchacha.
Bella retiró la piel del dardo para facilitar la emisión del chorro basta la última gota.
El fluido de Clemente era tan espeso y cálido como abundante. y chorro tras chorro derramó todo el líquido en la boca de ella.
Bella se lo tragó todo.
—He aquí una nueva experiencia sobre la que tengo que instruirte, hija mía —dijo el Superior cuando, a continuación, Bella aplicó sus dulces labios a su ardiente miembro.
—Hallarás en ella mayor motivo de dolor que de placer, pero los caminos de Venus son difíciles, y tienen que ser aprendidos y gozados gradualmente.
—Me someteré a todas las pruebas, padrecito —replicó la muchacha—. Ahora ya tengo una idea más clara de mis deberes, y sé que soy una de las elegidas para aliviar los deseos de los buenos padres.
—Así es, bija mía, y recibes por anticipado la bendición del cielo citando obedeces nuestros más insignificantes deseos, y te sometes a todas nuestras indicaciones, por extrañas e irregulares que parezcan.
Dicho esto, tomó a la muchacha entre sus robustos brazos y la llevó una vez más al cofre acojinado, colocándola de cara a él, de manera que dejara expuestas sus desnudas y hermosas nalgas a los tres santos varones.
Seguidamente, colocándose entre los muslos de su víctima, apuntó la cabeza de su tieso miembro hacia el pequeño orificio situado entre las rotundas nalgas de Bella, y empujando su bien lubricada arma poco a poco comenzó a penetrar en su orificio, de manera novedosa y antinatural.
—¡Oh, Dios! —gritó Bella—. No es ése el camino. Las-....... ¡Por favor...! ¡Oh, por favor...! ¡Ah...! ¡Tened piedad! ¡Ob, compadeceos de mí! . . . ¡Madre santa! . . . ¡Me muero!
Esta última exclamación le fue arrancada por una repentina y vigorosa embestida del Superior, la que provocó la introducción de su miembro de semental hasta la raíz. Bella sintió que se había metido en el interior de su cuerpo hasta los testículos.
Pasando su fuerte brazo en torno a sus caderas, se apretó Contra su dorso, y comenzó a restregarse contra sus nalgas con el miembro insertado tan adentro del recto de ella como le era posible penetrar. Las palpitaciones de placer se hacían sentir a todo lo largo del henchido miembro y, Bella, mordiéndose los labios, aguardaba los movimientos del macho que bien sabía iban a comenzar para llevar su placer hasta el máximo.
Los otros dos sacerdotes vejan aquello con envidiosa lujuria, mientras iniciaban una lenta masturbación.
El Superior, enloquecido de placer por la estrechez de aquella nueva y deliciosa vaina, accionó en torno a las nalgas de Bella hasta que, con una embestida final, llenó sus entrañas con una cálida descarga. Después, al tiempo que extraía del cuerpo de ella, su miembro, todavía erecto y vaporizante, declaró que había abierto una nueva ruta para el placer, y recomendó al padre Ambrosio que la aprovechara.
Ambrosio, cuyos sentimientos en aquellos momentos deben ser mejor imaginados que descritos, ardía de deseo.
El espectáculo del placer que habían experimentado sus cofrades le había provocado gradualmente un estado de excitación erótica que exigía perentoria satisfacción.
—De acuerdo —grité—. Me introduciré por el templo de Sodoma, mientras tú llenarás con tu robusto centinela el de Venus.
—Di mejor que con placer legítimo —repuso el Superior con una mueca sarcástica—. Sea como dices. Me placerá disfrutar nuevamente esta estrecha hendidura
Bella yacía todavía sobre su vientre, encima del lecho improvisado, con sus redondeces posteriores totalmente expuestas, más muerta que viva como consecuencia del brutal ataque que acababa de sufrir. Ni una sola gota del semen que con tanta abundancia había sido derramado en su oscuro nicho había salido del mismo, pero por debajo su raja destilaba todavía la mezcla de las emisiones de ambos sacerdotes.
Ambrosio la sujetó. Colocada a través de los muslos del Superior, Bella se encontró con el llamado del todavía vigoroso miembro contra su colorada vulva. Lentamente lo guió hacia su interior, hundiéndose sobre él. Al fin entró totalmente, basta la raíz.
Pero en ese momento el vigoroso Superior pasó sus brazos en torno a su cintura, para atraerla sobre sí y dejar sus amplias y deliciosas nalgas frente al ansioso miembro de Ambrosio, que se encaminó directamente hacía la ya bien humedecida abertura entre las dos lomas.
Hubo que vencer las mil dificultades que se presentaron, pero al cabo el lascivo Ambrosio se sintió enterrado dentro de las entrañas de su víctima.
Lentamente comenzó a moverse hacia atrás y hacia adelante del bien lubricado canal. Retardó lo más posible su desahogo. y pudo así gozar de las vigorosas arremetidas con que el Superior embestía a Bella por delante.
De pronto, exhalando un profundo suspiro, el Superior llegó al final, y Bella sintió su sexo rápidamente invadido por la leche.
No pudo resistir más y se vino abundantemente, mezclándose su derrame con los de sus asaltantes.
Ambrosio, empero, no había malgastado todos sus recursos, y seguía manteniendo a la linda muchacha fuertemente empalada.
Clemente no pudo resistir la oportunidad que le ofrecía el hecho de que el Superior se hubiera retirado para asearse, y se lanzó sobre el regazo de Bella para conseguir casi enseguida penetrar en su interior, ahora liberalmente bañado de viscosos residuos.
Con todo y lo enorme que era el monstruo del pelirrojo, Bella encontró la manera de recibirlo y durante unos cuantos de los minutos que siguieron no se oyó otra cosa que los suspiros y los voluptuosos quejidos de los combatientes.
En un momento dado sus movimientos se hicieron más agitados. Bella sentía como que cada momento era su último instante. El enorme miembro de Ambrosio estaba insertado en su conducto posterior hasta los testículos, mientras que el gigantesco tronco de Clemente echaba espuma de nuevo en el interior de su vagina.
La joven era sostenida por los dos hombres, con los pies bien levantados del suelo, y sustentada por la presión, ora del (rente, ora de atrás, como resultado de las embestidas con que los sacerdotes introducían sus excitados miembros por sus respectivos orificios.
Cuando Bella estaba a punto de perder el conocimiento, advirtió por el jadeo y la tremenda rigidez del bruto que tenía delante, que éste estaba a punto de descargar, y unos momentos después sintió la cálida inyección de flujo que el gigantesco pene enviaba en viscosos chorros.
—¡Ah...! ¡Me vengo! —gritó Clemente, y diciendo esto inundó el interior de Bella, con gran deleite de parte de ésta.
—¡A mí también me llega! —gritó Ambrosio, alojando más adentro su poderoso miembro, al tiempo que lanzaba un chorro de leche dentro de los intestinos de Bella.
Así siguieron ambos vomitando el prolífico contenido de sus cuerpos en el interior del de Bella, a la que proporcionaron con esta doble sensación un verdadero diluvio de goces.
Extracto de "Memorias de una pulga", anónimo del siglo 19

No es difícil saber de dónde fue tomada la escena. Se suavizó y se puso énfasis en el placer, pero la escena es igual a la de una obra anterior.

martes, 14 de agosto de 2012

¿Cómo murió Justine?

En el libro del Marqués de Sade "Los Infortunios de la virtud", Justine, después de una vida dedicada a la virtud donde sufre todo lo imaginable, encuentra al fin la felicidad y la paz, halla a su hermana Juliette y la redime de sus vicios y sus delitos.......sólo para morir un momento después de una manera que parece un castigo divino (un chiste del Marqués).


Brilla el relámpago, cae el granizo, soplan con impetuosidad los vientos, se dejan oír espantosos truenos. La señora de Lorsange (Juliette), que tiene un miedo horroroso de la tormenta, suplica a su hermana que lo cierre todo lo más rápidamente que pueda; el señor de Corville regresaba en aquel momento; Justine, con prisa por tranquilizar a su hermana, vuela a una ventana, quiere luchar un momento con el viento que la rechaza, y de pronto un rayo la tumba enmedio del salón y la deja sin vida sobre el suelo.
La señora de Lorsange lanza un grito lamentable... se desvanece; el señor de Corville pide socorro, se reparten los cuidados, llevan a la señora de Lorsange a la luz, pero la desgraciada Justine había sido herida de modo que ni siquiera la esperanza podía subsistir. El rayo había entrado por el seno derecho, había quemado el pecho y había vuelto a salir por la boca desfigurando de tal modo su rostro que mirarla daba horror. El señor de Corville quiso que se la llevaran inmediatamente. La señora de Lorsange se levanta con un aire de mayor tranquilidad, y se opone a ello.
– No, dice a su amante, no, dejadla un momento ante mis ojos, necesito contemplarla.....

Y Juliette se hace una persona piadosa.

Sin embargo, en el libro "Juliette o las prosperidades del vicio", la versión es muy distinta:

Así fue como Mme. de Lorsange acabó el relato de sus aventuras, cuyos escandalosos detalles habían arrancado más de una vez lágrimas amargas a la interesante Justine. No pasaba lo mismo con el caballero y el marqués: los excitados pitos que sacaron probaron la diferencia de sentimientos que los había animado. Se maquinaba ya algún horror cuando se oyó que volvían al castillo Noirceuil y Chabert, que, como se recuerda, habían estado pasando unos días en el campo, mientras la condesa ponía a sus otros dos amigos al corriente de hechos que aquellos sabían desde hacía mucho tiempo.
Las lágrimas que inundaban las hermosas mejillas de nuestra desgraciada Justine, su aire interesante... abatido por tantas desgracias... su natural timidez, esta atrayente virtud extendida por cada una de sus facciones, todo irritó a Noirceuil y a Chabert, que quisieron someter a esta infortunada a sus sucios y feroces caprichos. Fueron a encerrarse con ella mientras que el marqués, el caballero y Mme. de Lorsange se entregaban a otras voluptuosidades igualmente extravagantes con los numerosos objetos de lujuria instalados en el castillo.
Eran alrededor de las seis de la tarde cuando volvieron y se reunieron todos; entonces se deliberó sobre la suerte de Justine; y ante el rechazo formal de Mme. de Lorsange a conservar en su casa a una mojigata semejante, ya sólo se trató de decidir si esta desgraciada criatura sería echada o inmolada en alguna orgía. El marqués, Chabert y el caballero, más que hartos de esta criatura, eran los tres de esta última opinión, cuando Noirceuil pidió ser escuchado.
–Amigos míos –dice a la feliz reunión–, con frecuencia he visto que en aventuras semejantes era extremadamente instructivo tentar la suerte. Se está formando una horrible tormenta; entreguemos esta criatura al rayo; me convierto si la respeta.
–¡Maravilloso! –exclamó todo el mundo.
–Es una idea que me gusta con locura –dice Mme. de Lorsange–, no dudemos en ponerla en práctica.
Brilla el relámpago, silba el viento, el fuego del cielo agita las nubes; las mueve de una forma horrible... Se hubiese dicho que la naturaleza, aburrida de sus obras, estuviese dispuesta a confundir todos los elementos para obligarlos a formas nuevas. Se pone a Justine en la calle, no solamente sin darle un céntimo sino incluso quitándole lo poco que le quedaba. La desgraciada, confusa, humillada ante tanta ingratitud y tantos horrores, demasiado contenta por escapar quizás a mayores infamias, llega dando gracias a Dios al camino real que bordea la avenida del castillo... Apenas ha llegado cuando un rayo la tira al suelo, atravesándola de parte a parte.
–¡Está muerta! –exclaman en el colmo de su alegría los criminales que la seguían– ¡Acudid! ¡Acudid! ¡Señora!, venid a contemplar la obra del cielo, venid a ver cómo recompensa a la virtud: ¿merece pues la pena amarla cuando aquellos que mejor la sirven se convierten tan cruelmente en víctimas de la suerte?
Nuestros cuatro libertinos rodean el cadáver; y aunque estuviese totalmente desfigurado, todavía conciben terribles deseos sobre los sangrientos restos de esta infortunada. Le quitan los vestidos; la infame Juliette los excita. El rayo había entrado por la boca y había salido por la vagina: se hacen terribles bromas sobre los dos caminos recorridos por el fuego del cielo.
–¡Cuánta razón hay en elogiar a Dios! –dice Noirceuil–; ved cuán decente es: ha respetado el culo. ¡Es todavía hermoso, ese sublime trasero que tanto semen hizo correr! ¿Es que no te tienta, Chabert?
Y el malvado abad responde introduciéndose hasta los cojones en esa masa inanimada. Pronto se sigue el ejemplo; los cuatro, uno tras otro, insultan las cenizas de esa querida muchacha; se retiran, la dejan y le niegan hasta los últimos deberes.

Como chiste, me gusta más la versión de Justine, la de Juliette es 100% porno-Gore

lunes, 13 de agosto de 2012

Homofobia. ¿Homofobia?

Seguimos con "el mes de la cochinada" después de unos días de cochinadas menos blogueras.

John Cleland escribe entre 1748 y 1749 "Fanny Hill: Memorias de una mujer de placer" sobre un tema que ha sido repetido hasta el hartazgo en subsecuentes novelas eróticas.

 A Cleland nunca se le conocieron  parejas, ni hombres ni mujeres. No por ello pienso en una posible homosexualidad, sino por un fragmento de su libro en donde critica ese delito, pero que lo describe en gran detalle, lo cual me indica que no parecía desagradarle tanto como decía:



Yo observé que no podía concebir cómo era posible que los hombres tuvieran un gusto universalmente considerado odioso y que además era absurdo e imposible de gratificar ya que, según mis ideas y la experiencia que tenía de las cosas, la naturaleza no podía forzar una desproporción tan grande. La señora Cole se limitó a sonreír ante mi ignorancia y no dijo nada para desengañarme, cosa que sucedió ante una demostración ocular que me proporcionó un singular accidente pocos meses después, y que os relataré aquí para no tener que volver sobre un asunto tan desagradable.
Con el plan de visitar a Harriet, que había alquilado una casa en Hampton-court, había contratado una carroza para ir hasta allí. La señora Cole había prometido acompañarme, pero algún negocio impostergable intervino para retenerla y tuve que partir sola; apenas había recorrido un tercio del camino cuando el eje de las ruedas se rompió y yo me consideré afortunada cuando entré, sana y salva, en una posada de bastante buena apariencia que había allí. Allí me dijeron que la silla de postas llegaría dentro de dos horas, como máximo y yo decidí que era mejor aguardarla que desistir de mi excursión, de modo que fui conducida por dos tramos de escaleras hasta una habitación muy limpia y decente de la que tomé posesión por el tiempo que debía esperar, con derecho a pedir todo lo necesario para hacer justicia a la posada.
Allí, mientras me entretenía mirando por la ventana, llegó una silla de posta tirada por un solo caballo, de la que saltaron ágilmente dos jóvenes caballeros, porque eso parecían, que entraron como si sólo desearan comer algo y refrescarse un poco, ya que dieron orden de que su caballo se mantuviera listo para proseguir viaje. Después escuché el ruido de la puerta de la habitación vecina, donde los hicieron entrar y dieron unas apresuradas órdenes; en cuanto fueron servidos oí que cerraban la puerta y echaban el cerrojo por dentro.
Un espíritu de curiosidad, nada súbito por demasiado frecuente, me impulsó, sin sentir ninguna sospecha especial, a observar cómo eran sus personas y conducta. La separación de nuestras habitaciones era un tabique de esos que se retiran ocasionalmente para hacer de las dos habitaciones una, cuando lo requieren los huéspedes; ahora mi cuidadosa búsqueda no me proporcionó ni la sombra de una mirilla, circunstancia que probablemente no había escapado al examen de los sujetos del otro lado, a quienes mucho les interesaba no errar en ello. Finalmente observé un parche de papel, del mismo color del friso que, según supuse, escondía alguna falla; estaba tan alto que me vi obligada a subirme en una silla para alcanzarlo, cosa que hice en el mayor silencio posible; con la punta de un alfiler lo atravesé, obteniendo suficiente espacio para espiar. Y ahora, acercando el ojo, dominé perfectamente la habitación y pude ver a mis dos jóvenes galanes retozando y empujándose en lo que consideré travesuras y juegos inocentes.
El mayor podía tener, según supongo, unos diecinueve años; era un muchacho alto y agraciado que llevaba una levita de fustán, una capa verde de terciopelo y una peluca rizada.
El más joven no podía tener más de diecisiete, era rubio, saludable, bien formado y, para decir la verdad, un mozuelo guapo y dulce. Era —supongo— un campesino, a juzgar por sus ropas que consistían en una chaqueta de felpa verde y calzones iguales, chaleco y medias blancas; una gorra de chalán cubría sus cabellos rubios, largos, rizados y sueltos.
Después vi que el mayor echaba una mirada de inspección a todo el rededor de la habitación, aunque probablemente estaba demasiado apurado e inflamado para no haber pasado por alto el pequeño agujero en que yo estaba apostada, especialmente porque era muy alto y mi ojo, muy próximo a él impedía que pasara la luz, traicionando mi presencia; entonces dijo algo a su compañero que modificó rápidamente el aspecto de las cosas.
Porque ahora el mayor comenzó a abrazar y besar al más joven, a poner sus manos en su pecho y a dar señales tan evidentes de sus intenciones amorosas que me hicieron concluir que el otro era una mujer disfrazada; un error en el que coincidí con la naturaleza que, ciertamente, había errado otorgándole el sexo masculino.
Entonces, con la impulsividad de sus años y decididos como estaban a cumplir sus proyectos de descabellado placer, arriesgándose a las peores consecuencias, ya que no era nada improbable que fueran descubiertos, llegaron a extremos tales que pronto supe quiénes eran.
Finalmente, el mayor desabotonó los calzones del otro y retirando la barrera de lino puso a la vista una vara blanca, de tamaño medio y apenas madura; después de palparla y jugar un poco con ella y otros coqueteos —todo lo cual era recibido por el chico sin más oposición que una cierta timidez vacilante, diez veces más agradable que repulsiva— hizo que se volviera, dando la cara a una silla que estaba allí; este Ganímedes que, supongo, conocía su oficio, inclinó obsequiosamente su cabeza contra el respaldo y proyectando su cuerpo hacia atrás ofreció un buen blanco, aún cubierto por la camisa; yo lo veía de lado pero su compañero de frente. Este desenmascaró su artillería y exhibió una macana muy adecuada para convencerme de que era imposible que las cosas se llevaran a extremos tan odiosos, a causa de la desproporción de las partes; empero iba a ser curada de mi incredulidad, incredulidad de la que todos los jóvenes deberían curarse por intermedio mío para que su inocencia no sea atrapada en una celada semejante, por más de desconocer la importancia del peligro. Nada es más cierto que la ignorancia de un vicio no nos preserva de él.
Entonces, haciendo a un lado la camisa del chico y sujetándola debajo de sus ropas, puso a la vista esas eminencias carnosas y globulares que componen los montes del placer d e Roma, y que ahora, con el angosto valle que los separa estaban en exhibición y expuestos a su ataque; no pude contemplar las disposiciones que tomó sin estremecerme. Primero, humedeciendo bien con saliva su instrumento, obviamente para ayudarlo a deslizarse, y luego apuntándolo y embutiéndolo, como pude discernir claramente, no sólo por la dirección y porque lo perdí de vista sino por los retorcimientos, las contorsiones y las quejas suavemente murmuradas del sufriente joven. Finalmente, cuando los primeros estrechos de la entrada fueron atravesados todo pareció moverse y funcionar con mucha normalidad, como en un sendero alfombrado, sin roces ni barreras; ahora, pasando un brazo alrededor de las caderas de su querido, se apoderó de su juguete de marfil coronado de rojo que estaba perfectamente rígido y mostraba que aunque por detrás fuera como su madre, por delante era como su padre; así se entretuvo mientras con la otra mano jugueteaba con sus cabellos e, inclinándose hacia adelante cogió su cara, de la que el chico sacudió los rizos que la cubrían a causa de su postura, y acercándola a la suya recibió un largo beso. Después renovó sus impulsos y, continuando el castigo de su trasero, alcanzó la culminación del acceso con los síntomas habituales, dando por terminada la acción.
Tuve la paciencia de contemplar hasta el fin esta criminal escena simplemente para poder reunir más hechos y certezas contra ellos, en mi deseo de hacer justicia con estos desertores; por tanto, cuando recompusieron sus ropas y se prepararon para marcharse, ardiendo como estaba por la rabia y la indignación, salté de la silla con ánimo de alborotar a toda la casa en contra de ellos; lo hice con tanta impetuosidad y mala suerte que algún clavo o aspereza del suelo enganchó mi pie y me hizo caer de cara, con tanta violencia que quedé sin sentido y debo haber quedado allí bastante tiempo ya que nadie acudió a ayudarme. Ellos, alarmados, supongo, por el ruido de mi caída tuvieron más tiempo del necesario para retirarse sin riesgos. Lo hicieron, según me enteré, con una precipitación que nadie comprendió hasta que volví en mí y lo suficientemente compuesta para poder hablar, enteré a los de la casa de la transacción de que había sido testigo.
Cuando volví a casa y narré mi aventura a la señora Cole ella me dijo, con mucha sensatez, que no había duda de que tarde o temprano, el castigo alcanzaría a esos malvados, aunque por ahora escaparan de él y que si yo hubiese sido el instrumento momentáneo de ese castigo, hubiese sufrido mucho más angustia y confusión de lo que imaginaba. En cuanto a la cosa en si misma, cuanto menos se hablara, mejor, pero que aunque ella podía ser sospechosa de parcialidad por hacer causa común con todas las mujeres, de cuyas bocas esta práctica quitaba algo más que el pan, no podía ser acusada de pasión haciendo una declaración que surgía del amor a la verdad, a saber, que fuesen los que fuesen los efectos de esta infame pasión en otros tiempos y otros países, parecía existir una particular bendición en nuestro aire y nuestro clima, porque la marca de la plaga está visiblemente impresa en quienes están corrompidos por ella, al menos en esta nación, ya que entre todos los de esa calaña que había conocido, o por lo menos, de las que eran universalmente sospechosos de escándalo, no podía nombrar ni a uno cuyo carácter no fuera en todos los otros aspectos indigno y despreciable y desprovisto de todas las virtudes varoniles de su propio sexo, y llenos sólo de los peores vicios y locuras del nuestro; que in fine, eran apenas menos execrables que ridículos en su monstruosa inconsistencia de despreciar y condenar a las mujeres y, al mismo tiempo, imitar sus modales, sus aires, sus gestos y su volubilidad y, en general, todas sus afectaciones que, por lo menos, las favorecían más que a esas señoritas-macho sin sexo.
Fragmento (suprimido en muchas ediciones) de Fanny Hill, de John Cleland


miércoles, 8 de agosto de 2012

Orgía Diabólica

Diabolico foutro meine, de Archille Deveria
Sólo porque lo piden, es la única orgía con diablos que recuerdo, todos los diablos parecen actuar por su propia cuenta ....... pero busco en el estante:


Vi después una orgía, una bacanal del infierno. Era una caverna profunda y tenebrosa, alumbrada por pestilentes teas, cuyos resplandores rojizos, verdosos y azulados, caían sobre cien diablos
espantosos, de formas de macho cabrío y de actitudes grotescamente lúbricas.
Unos, lanzándose desde la cuerda de un columpio, soberbiamente armados, caían sobre una mujer, la penetraban con su dardo y le causaban la horrible convulsión de un goce repentino. Otros, más retozones, echaban boca abajo a una vieja beata y, riendo locamente, a martillazos le hundían entre las nalgas un nervudo príapo. Y aún había algunos que, mecha en mano, ponían fuego a un cañón, del que
salía un miembro espantoso, que recibía impertérrita, con los muslos abiertos, una frenética diablesa.
Los más traviesos de la tropa ataban por las manos y los pies a una furiosa mesalina, y ante ella se entregaban a todas las lascivias, a los placeres más desenfrenados. La desdichada se retorcía jadeante, echando espumarajos por la boca, ávida de un placer que no podía alcanzar.
Aquí y allá, mil menudos diablillos, feos, saltarines, trepadores, iban, venían, chupaban, pellizcaban, mordían, bailaban, daban vueltas en corro. Todo eran risas, carcajadas, gritos, suspiros, desmayos, frenesíes de lujuria.
En un lugar más elevado, los diablos de mayor categoría entretenían jovialmente en parodiar los misterios de nuestra santa religión.
Una monja desnuda, arrodillada, con la mirada dulcemente perdida como en éxtasis, recibía con mística unción la blanca hostia que le ofrecía en la punta de su tremendo hisopo un gran diablo con báculo y con mitra episcopal caída sobre una oreja. Más allá, una diableja recibía a oleadas en la cabeza el
bautismo de la vida, en tanto que otra, haciéndose la moribunda, era despachada con una horrenda profusión de santo viático.
Un señor diablo, llevado majestuosamente en andas, balanceaba orgulloso el enérgico signo de su goce eróticosatánico, y de vez en vez esparcía a chorros el licor bendito. Todos se prosternaban a su paso. ¡Era la procesión del Santo Sacramento!
Pero, de pronto, suena una campanada, y al instante se juntan los diablos, se agarran por las manos formando un corro inmenso y empiezan a girar vertiginosamente. Sucumben los más débiles en el furioso galopar de aquél desenfrenado torbellino. Su caída da en tierra con los otros; es una horrible confusión, una atroz mescolanza de grotescos enlaces y apareamientos monstruosos; un caos inmundo de rendidos cuerpos, manchados de lujuria, que al fin viene a ocultar el velo de una fétida humareda.


Enseguida..........¿se imaginan un homosexual homofóbico?.....hay uno muy famoso.

Orgía Anal


El mes de la cochinada no se llama así por tener fragmentos de sexo normal, sino por aquellos fragmentos de libros que más dañaron mi normalidad conservadora:

Podría contar muchas anécdotas relacionadas con el uso que durante años hice del esfínter, tan regularmente, si no más, en ocasiones, como de mi vagina. En un apartamento precioso, situado detrás de los Invalides, durante una orgía entre pocas personas, en una habitación en un altillo, cuyo largo ventanal sin canapé y las numerosas lámparas que alumbran a ras de la cama me recuerdan un decorado de película norteamericana, absorbo por esa vía la estaca de un gigante. A causa de una gigantesca mano abierta de resina ahumada que hay en el salón a modo de mesa baja, y donde una mujer puede tenderse fácilmente, el lugar en sí posee un carácter desmesurado e irreal. Temo el sexo del gato gordo de Cheshire cuando comprendo por qué conducto intenta penetrar, pero lo consigue sin forzar demasiado y yo me quedo asombrada, y casi me enorgullezco, al comprobar que el tamaño no constituye un obstáculo. Tampoco lo es el número. ¿Por qué razón —¿periodo de ovulación?, ¿blenorrea?— en una fiesta en la que, por el contrario, había mucha gente, me dio por follar sólo por el culo? Vuelvo a verme en la rue Quincampoix, dubitativa al pie de una escalera muy estrecha, antes de decidirme a subir. Claude y yo
hemos obtenido la dirección casi por casualidad. No conocemos a nadie. El apartamento tiene techos bajos y es oscurísimo. Oigo a los hombres que están cerca de mí cuchichearse el mensaje: «Quiere que la enculen», o prevenir a alguien que se orienta mal: «No, sólo deja que se la metan por detrás». Aquella vez, al final, me dolió. Pero tuve también la satisfacción completamente personal de no haberme sentido impedida.